Los relatos podían ser de cómo después de discutir el Sol y la Luna sobre quien había de iluminar el cielo, ambos habían llegado al acuerdo de establecer turnos. Así el Sol brillaría de día y la Luna de noche. Una lección de cooperación que nos enseña que gracias al acuerdo entre los dioses Sol y Luna, los humanos disfrutamos del orden y la regularidad del día y la noche.
Los relatos de nuestros ancestros se referían también a cuestiones morales, de género, liderazgo y dilemas sociales. La mayor parte de tales cuestiones y dilemas se resolvían con lecciones morales que enseñaban las bondades de la cooperación. El inicio de la evolución de la cooperación fue cuando se hizo necesario un cierto grado de organización social.
Los relatos funcionan como el pegamento social entre los individuos. Las historias proporcionan las normas y reglas de funcionamiento de la comunidad.
En las antiguas sociedades de cazadores y recolectores, se relataba la hazaña que justificaba el liderazgo por alguien en una tribu. Normalmente, era como consecuencia del buen trabajo de dirección del líder de una tribu sobre sus miembros para afrontar alguna difícil tarea. Algo parecido ocurría con los primeros pueblos sedentarios que, de nuevo, contaron historias de cómo se establecieron en una tierra prometida en la que se asentaron guiados por un líder. Aquellas historias se contaban siempre con los mismos ingredientes. El relato se identificaba con las raíces de los antepasados para que vivan la experiencia como propia en su encéfalo los receptores del mensaje. Además, el relato debe incluir alguna desgracia o sesgo negativo al inicio que proporcione amenaza, peligro y sufrimiento. De este modo se atrapa más a los receptores, dado el sesgo negativo natural de su mente. El efecto del relato, con algún elemento desgraciado para las personas protagonistas del mismo, genera tanto cortisol en los receptores del relato como si estuvieran estresados. Los receptores generan, entonces, oxitocina y empatizan con los sufridores deseando huir o combatir. Si el relato tiene un final feliz, aparece la dopamina como neurotransmisor por el que el cerebro recompensa y ayuda a que se recuerde y se aprenda de la experiencia del relato.
El relato forja vínculos entre las personas que lo escuchan. El relato nos conecta a unos con otros. Las ondas cerebrales de las personas que escuchan un mismo relato coinciden exactamente entre sí y con las del narrador. Eso no ocurre cuando nos enseñan a conducir, a manejar el ordenador o a cocinar. Las historias armonizan nuestras neuronas y cerebros.
Las historias, los relatos, han de tener un final, ya que si no generan angustia. Una historia sin cerrar nos crea un sinvivir insoportable. Pueden acabar bien o mal, pero han de acabar. Es posible que, sabiendo que nosotros somos un relato, nuestro deseo de conocer el final de nuestras vidas, lo que hay más allá de la muerte, nos lleve a una angustia existencial, sentimiento trágico de la vida que rellenamos con nuevos relatos. En este sentido, desde la antigüedad se han introducido en los relatos elementos mágicos y fantásticos para sustituir lo que no se sabe. De ahí surge la magia, la mitología, la religión y las pseudociencias. Con el tiempo, los avances científicos han ido reduciendo la magia, la mitología, las explicaciones religiosas de la naturaleza, y las pseudociencias.
Las personas recuerdan mejor las historias que los conjuntos de datos, por eso un buen método de enseñar y persuadir es el relato, incluso de las bondades de la cooperación y de la ciencia.
Escrito por Pablo Coto Millán. Director del máster de comercio, transportes y comunicaciones internacionales. Master Transcom de la Universidad de Cantabria.
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